Se puede ver en estos días y
hasta el 7 de junio una muestra del plástico argentino Eugenio Cuttica (1957),
curada por Pablo del Monte. La misma está dividida en tres secciones que
representan tres momentos de su experiencia creativa: Los inicios, El grito y
El silencio. Momentos que están ligados a
vivencias y búsquedas personales
y cuya repercusión puede apreciarse en
los diversos enfoques del corpus
presentado. El dibujante, el pintor, el estudiante de arquitectura, el
escultor, el creador de formas expresivas que responden a criterios más
recientes, como las instalaciones. Todas estas facetas están reunidas en la
exposición.
Particularmente me impresionaron
sus obras de la última etapa, que responden con más justeza al nombre de la muestra: Una mirada interior. Los cuadros titulados La seducción del abismo, El
naufragio y La piedra, obras de
grandes dimensiones y conformadas por paneles de tela ensamblados, recrean ese
trayecto silencioso por la interioridad que despoja al artista de la aserción racional
para trasladar su perspectiva al plano de la intuición. El
conocimiento de filosofía oriental- budismo- ha dejado en su
arte cierta impronta. Colores claros y tenues,
líneas insinuantes, pero no definidas, figuras humanas despojadas del peso de
la materia y vueltas hacia ese “adentro abismal”. De estos tres cuadros se
desprende -al menos fue la impresión que
a mí me provocaron- la idea de un éxodo, una suerte de destierro que aleja a
los seres representados de la objetividad mundana. Dentro de la misma tónica se
encuentran las obras cuyo personaje
central es una niña. El cuadro La última
cena de mujeres (2007), tal vez sea un punto de inflexión hacia la nueva serie en que esa niña, que responde al emblemático nombre de Luna, aparece en
posición durmiente, u observa de pie sobre una silla o junto a una silla vacía
(¿fuera de una perspectiva predeterminada?). La luna simboliza la femineidad y
sus fases remiten a la maternidad y por ende a la gestación. También
connota luz en medio de la noche, espiritualidad que se adentra en lo oscuro e
invisible del ser. El tamaño de las telas se ajusta a la inmensidad perceptiva
a que se enfrenta la niña: una enorme ballena, tan excesiva en lo que a sus
dimensiones se refiere como al simbolismo que encierra, y que solo permite abarcarla fragmentariamente, u
horizontes extendidos hacia el infinito como el campo de espigas que imbrica mirada y
fertilidad o la extensa plantación de
tulipanes, donde dentro de un todo aparentemente indiferenciado se recorta la
delicada unicidad de cada flor.
Sobre un fondo fotográfico, New Yorkers o familiares de un segundo,
y enfrente una instalación que alude a
las máscaras. La máscara es nuestra intransferible forma de vincularnos con los demás, esa enigmática línea de comunicación entre las
personas (la etimología de la palabra persona remite al concepto máscara: lo
que va por delante del verdadero rostro). La propuesta trajo a mi memoria a
Pessoa: “Quando quis tirar a máscara,/ a tenia pegada à cara...” dice su
heterónimo Alvaro de Campos. Cuttica concibe al arte como un acto liberador
que lo conecta con lo sublime.
Sobre cuencos, facciones
proyectadas. Y la posibilidad de que cada visitante escriba cuál es su
modo particular de relacionarse con el afuera, y así entrar a formar parte de la singular
performance-artificio que el artista propone. Con
la mirada puesta en ese particular pasaje
en que la subjetividad viaja desde la inmanencia a la trascendencia.
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