viernes, 30 de agosto de 2013

MALBA: Yayoi Kusama, Obsesión infinita

Kusama-Red Infinita.
Manhattan, 1961.
Los periódicos, diarios, suplementos y revistas culturales ya han dicho bastante sobre la retrospectiva de Yayoi Kusama que puede verse en el Malba y sobre las características personales de esta artista y su experiencia creativa. Poco habría para agregar. Sin embargo hay algunas observaciones que me siento inclinada a puntualizar.
Por un lado la función terapéutica, que según ella misma explica cumple su arte. En el video de Martín Retti (Tokio, mayo del 2013), que puede verse en la planta baja, Yayoi dice: “Si dejo de pintar comienzo a sentir tendencias suicidas”. Los trastornos emocionales que sufrió desde joven y que la llevaron a internarse por propia decisión en una clínica psiquiátrica en 1977, encontraron una luminosa salida en la polifacética obra que ha concebido. Desde los primeros trabajos, próximos a la abstracción, la serie de la Red Infinita, óleos de gran tamaño con trazos claros y rítmicos sobre telas blancas, la perfomance Caminata, plasmada  en base a diapositivas de Eikoh Hosoe,  en la cual contrasta la imagen de la artista con el fondo de calles de Nueva York, vacías y agrisadas, donde vivió más de veinte años y participó de la movida psicodélica y el Pop Art de los años 60, las extrañas esculturas con penes, las instalaciones que reproducen un clima alucinatorio, hasta los cuadros del 2012, donde se repiten de manera obsesiva determinados motivos: rostros  encadenados como jeroglíficos, puntos, bordes dentados, tramas laberínticas, todo refleja una laboriosidad tenaz. La muestra expone muy distintos enfoques, algunos más espectaculares que otros o quizás más abiertos al   asombro y a la  participación del público. Como es el caso de The Obliteration Room, sala de estar blanca, donde los visitantes pueden pegar stickers que son motas de color. O  el atractivo pasadizo oscuro iluminado por infinidad de bombitas de cambiantes colores en forma de punto que se reflejan en espejos o en el agua que cubre el piso. A lo largo del trayecto visual uno se queda,  por lo menos,   sorprendido.
La repetición de signos y la atmósfera alucinatoria, responden, sin duda, a una tendencia estética, que tendrá su arraigo o no en  los traumas personales de la autora. La estética es siempre una búsqueda que atraviesa el drama interior de cada creador. Y la provocación que ésta  ponga en marcha revela  esa tensión ilimitada entre el instinto y la expresividad  tendiente a traspasar la visión de los receptores. El hecho de que un trabajo donde se pone el cuerpo y el alma sirva de bálsamo y supere a la pulsión de muerte agrega un plus a la obra: desde la más recóndita oscuridad surge el color y la luz con que el/la  artista  captura y hechiza a sus  espectadores.  Y en este aspecto quizás la  intención  superadora encarnada en el arte muestre un punto en común, a pesar de las diferencias, con  el caso de Renoir, comentado en la entrada anterior.

Por otra parte, un  dato  que me parece interesante señalar es la masividad con que fue recibida la muestra. ¿A qué se debe? ¿A qué razones responde  la visita de un público tan heterogéneo? Gente de toda edad, especialistas o no, familias, niños… Arriesgo una idea: el carácter lúdicro, la pasión por un juego que atrae con ciertas cualidades vecinas a  la magia (hasta los árboles que circundan al museo se han vestido con disfraces de pintas). O tal vez   sea esa idea de salto hacia el infinito lo que resulte  extremadamente tentador.


viernes, 23 de agosto de 2013

RENOIR: una muestra de excelente cine plasmado con pulso impresionista

El arte pictórico, al menos desde la antigüedad hasta la época de la pintura de caballete, consiste en una representación sobre un plano. Si alguna idea de  movimiento transmite esa representación es la que ha sabido sugerir el pintor a través del dibujo o por medio de la ductilidad con que ha empleado los colores. El plano en sí se mantiene estático. El cine, creado hacia fines del siglo XIX y perfeccionado a principios del XX, muestra cuadros en movimiento. Si bien esta explicación resulta obvia, la juzgo necesaria como introducción al análisis de los ejemplos  fílmicos que en los últimos tiempos han estado en cartel (Renoir, del  francés Gilles Bourdos, y antes, El molino y la cruz del  polaco  Lech Majeswski, a la que más adelante dedicaré una página). En ambos casos el cine se aproxima a la materia y al espíritu de la pintura.
Renoir, en lo que respecta a su anécdota, es un ejemplo de vinculación entre esos dos tipos de expresión artística: Jean, el hijo del reconocido pintor, descubre su  vocación por el séptimo arte gracias a la influencia de Andreé, la última de las modelos de su padre. Con el tiempo se transformará en director de culto (La fille de l’eau, Nana).
La película recrea la atmósfera del Impresionismo, su atracción por el aire libre, la luz, los escenarios bucólicos y el movimiento. Los artistas que integraron esta tendencia se rebelaron contra la Academia y el arte oficial de los salones. Formaron distintos grupos, con matices y abordajes diversos. También evitaron, en gran medida,  la confrontación con la sociedad y la naturaleza que caracterizó al romanticismo. Y, si bien no se desprendieron del realismo, pusieron el acento más en la impresión, que es relativa y fluyente. La palabra impresionismo surgió de una ocurrencia periodística, resultando luego atractiva para designar un sistema de pintura en que la pincelada es visible y espontánea, lo representado parece responder más a un impulso momentáneo que a la premeditación, como si se tratara de un acto instintivo, y  la imagen   demuestra notable  poder de síntesis.
Pierre Auguste Renoir nació en Limoges-Francia, en 1841. Allí se inició en el arte de decorar porcelanas. Luego, su familia se trasladó a París, donde conoció a Monet y Pissarro. Expuso junto a ellos en los salones de 1864 y 1865 y, en 1874, expuso junto  a una treintena de impresionistas en los salones del fotógrafo Nadar, con el título de Compañía  Limitada de Pintores, Escultores y Grabadores. Tuvo un fuerte influjo de Corot y adoptó y amplió los grandes descubrimientos del color de Delacroix. En 1882 visitó Italia y se puso  en contacto con la pintura renacentista. Su  gusto por la combinación de figuras y paisajes lo aproximan al Veronés y a Rubens. La influencia de este último es evidente en  el encanto que el cuerpo, el desnudo femenino  cobra en su creación.
El film de Bourdos nos muestra a un Renoir anciano, sufriente e impedido por los estragos de la gota. Sin embargo, su frase: “El dolor pasa, la belleza permanece” resplandece en cada una de las secuencias, en la luminosidad que, filtrada a través del follaje, estalla en matices y coloridos contrastes, en la cámara que refleja las escenas familiares y se detiene con embelesamiento ante las poses sensuales de su modelo y también en cada instante expresivo de su vivacidad, de su   ardor juvenil. La cámara recorre de manera pictórica la naturaleza muerta de una mesa de cocina donde se entremezclan pescados y  hortalizas, pero no deja de estar atenta a las manos laboriosas que se afanan en los preparados culinarios. El dolor es mostrado en todas sus facetas, no para regodearse en él sino para contraponerlo a la firme voluntad del creador que no se deja vencer y que ama profundamente la vida.
La caracterización de Michel Bouquet (Renoir) es impecable y también lo son las actuaciones de Vincent Rottiers (Jean) y Christa Theret (Andreé). Hay planos donde se advierte  la carga emocional, el vívido sentimiento que subyace en  cada uno de los gestos.
Vibrantes las escenas de desplazamiento a través de un paisaje de gran belleza y profusión. El verdor de los campos, el deslizamiento rumoroso  de un río, el oleaje marino conforman una ambientación que responde en todo a los cuadros de situación elegidos por los impresionistas. Hay que acotar que estos traslados también encarnan una premisa esencial de los pintores que confluyeron en esa estética: el alejamiento del atelier y la búsqueda del escenario natural.
Renoir es una película que despierta placer y alegría. El placer y la alegría con que un genio de la pintura nos plantea que el goce es “dejarse llevar como un corcho en la corriente”, sin pesadumbre ante las desventuras que la vida misma impone, con el deseo en pie.
Bourdos contrapone el invierno de una vida al renacimiento primaveral y a la pasión renovada. Todo en su obra destila esa espontaneidad, ese hipnótico parpadeo con que la luz impresiona nuestras retinas. Y con ello recrea cinematográficamente un estilo que toma prestado de la pintura. Detiene el movimiento de la  tira de celuloide,  acondiciona el fotograma en momentos precisos, acomoda su pulso hasta reencontrar el trazo de una época y de un estilo.