lunes, 21 de enero de 2013

EL "FAUSTO" DE ALEXANDER SOKUROV


El lento vagar de la cámara por cumbres escarpadas, por precipicios e impresionantes  fuentes de agua subterránea,  a través de un paisaje cubierto por la pátina  de luz  oscura que precede a las tormentas y atravesado   por el destello de relámpagos,  con que se inicia la película nos traslada emocionalmente al clima del Sturm und Drang (tormenta y pasión), movimiento que  preanunció la iniciación del Romanticismo artístico. Época en que Johann Wolfgang Goethe creó su tragedia Fausto, basada en una antigua leyenda del siglo XV. Esa referencia al movimiento que dio inspiración al autor alemán se repite en   la atmósfera  final del film,  traspasada por veladuras oníricas.
El Fausto de Sokurov constituye el cierre de una tetralogía dedicada  a retratos de hombres movidos y condicionados por la  fuerza del poder. Se trata de una versión muy personal. Las acciones no se atienen al núcleo narrativo básico de la tragedia de Goethe. La película  nos muestra el discurrir de la vida de un personaje relativamente joven y  anónimo, obsesionado por el afán de conocimiento y expuesto a las desventuras y privaciones, que a pesar de sus ansias, la vida le depara.
La cámara, llevada por una lentitud detallista que caracteriza al cineasta, nos muestra a  un ser profundamente terrenal, acorralado por sus instintos, en permanente conflicto, que se  debate entre la búsqueda de lo más esencial del hombre: su alma, y las alternativas de la subsistencia. La pormenorizada escena de la autopsia del principio, donde el personaje busca en las profundidades de un cuerpo muerto lo que de él puede llegar a pervivir, su paso alucinado y casi  agónico por tabernas, donde alternan la obscenidad y la violencia, sus recorridos por bosques que parecen encerrar todo el misterio de una naturaleza  insondable, reflejan esa indagación en los estados subjetivos y las  pasiones  de la cual el Romanticismo  fue precursor,   y que     se tornará más intensa en el hombre contemporáneo.
El Fausto de Sokurov tiene el mérito de traducir, con una poética  de imágenes  que revela una  fina y aguda observación, el drama de cualquier habitante de este mundo que acuciado por el afán de  saber se enfrenta al desasosiego de la supervivencia y a la encrucijada de su propio destino. Su recreación de una obra clásica de la literatura parece responder a los designios que Goethe expone en el epígrafe de su  libro: “Creo firmemente que una inteligencia despojada y un recto juicio, tendrán que trabajar mucho para hacerse dueños de todos los secretos que he involucrado en mi fábula.”
El film logra crear, como otros de Sokurov –viene a mi memoria La madre, altamente conmovedor por su contenido y el trabajo tan sugestivo de la  fotografía- una atmósfera muy rica en matices y muy profunda en el buceo de los  dramas íntimos.
La visión   en primer plano del rostro de Margarita, de una belleza sublimada, y la escena amorosa, también en primer plano, en contraste con las tenebrosas  escenas previas y  posteriores en que se prepara y consuma el pacto de sangre,  son ejemplos del modo en que   un ojo experto busca transformar en objetivo lo que por naturaleza pertenece al plano de la más   recóndita subjetividad. 
Asimismo, el Mefistófeles un poco grotesco,  paródica representación de la usura, es quien manipula como a una desvalida marioneta a ese Fausto  -que no es más que el  paradigma de  cualquier mortal-  y es quien  lo arrastra por  los empinados pedregales y abismos en que acaba su existencia.
La película es una maravillosa muestra de lo que se puede hacer siendo un buen lector de libros,   de pasiones e imágenes. Un  sutil recorrido por las tensiones que mueven el intrincado engranaje del poder.

martes, 8 de enero de 2013

PROA: Alberto Giacometti


Todo un hombre, hecho de todos los hombres y que vale lo que todos y lo que cualquiera de ellos.
Jean-Paul Sartre

Las cabezas de Giacometti. Duras y extrañas. Como piedras que se refugian en moldes incontenibles, en figuraciones arrancadas de cuajo al vacío. Bronce oscuro. Rostros afilados, puntiagudos, aplanados. Espátula invisible inventando formas que quiebran toda dimensión. Lo grande y lo pequeño abismado en lo relativo. Ojo que  descubre en lo quieto la huella de la acción. Espacio roto y contornos mimetizados con la materia que les da vida. Chorreadura que restablece el orden de los sueños, la penumbra totémica, el misterio pendiente de un hilo. Cabezas que conversan unas con otras, que se dicen de manera distinta y distante. ¿Cabezas humanas? Centro del pensamiento que acomete  con líneas inusuales y reveladoras.  

Alberto Giacometti nació en Suiza en 1922 y falleció en París en 1966.