El pasado sábado 8 de agosto
Daniel Barenboim cerró su presentación en el Teatro Colón junto a la orquesta West-Eastern
Divan con un acto memorable. Durante la velada se ejecutó el
Triple concierto para violín, violoncello y piano en do mayor, op.56 de Ludwig
Van Beethoven y el poema sinfónico Pelleas und Melisande, op. 5 de Arnold
Schönberg.
Las obras permitieron apreciar la línea
expresiva que va desde la música clásica (tonal) a la música de la
vanguardia (atonal-dodecafónica). Pero lo que interesa en esta nota no es la
referencia a las obras, maravillosas cada una en su estilo, y muy especialmente
la del líder de la Segunda Escuela de
Viena, que para mí, resultó sorprendente.
La liberación de disonancia que trasunta la pieza de Schönberg se convirtió en una especie de símbolo. Una traslación de signos: de la notación musical al compromiso
ideológico y también al sentimiento del director de la batuta, y viceversa.
La tarea llevada a cabo por
Barenboim, compatriota que junto a su familia abandonó el
país en 1952, es la de un humanista. Alguien que desde su posición de
artista interpreta y desafía la
complejidad, al tiempo que se integra a las preocupaciones de su época y brega por cierta escala de valores.
Barenboim se muestra crítico
frente al accionar de los líderes
políticos europeos, más interesados en el desarrollo económico y tecnológico
capitalista que en la formación humanística
y civilizadora que como hijos de antiguas tradiciones culturales debieran
representar. Al cuestionar ese olvido de
un saber-filosófico, ético- que durante siglos significó una voz de alerta frente a las encrucijadas que planteaba el devenir histórico, evidencia
una toma de posición y nos invita a pensar en otros modos de olvido que
trascienden el espacio de un continente. La invisibilidad de aquellos a los que
se les niegan las armas para la comprensión de la complejidad del mundo no
tiene fronteras.
Quien no accede a la cultura, en
oriente u occidente, en África o en América es un desposeído. Y como tal podrá
verse expuesto a todo tipo humillaciones: desde el más circunscripto hecho de no poder interpretar sus propias carencias como individuo, al más amplio
entendimiento de los dramas que agitan a su comunidad, y menos aún, al tejido
que, con inclemencia, envuelve la
globalidad planetaria.
Escuchar los sonidos estridentes
e inarmónicos del poema sinfónico de Schönberg me devolvió a sus fuentes:
Maeterlinck, Debussy, Fauré, Sibellius… e incluso el canto V de la Divina Comedia del
Dante: “Amor, ch’a nullo amato amar perdona”, y de allí a Virgilio. Una
travesía, casi diría tormentosa, pero plena de significaciones. Creo que , fue
un cierre perfecto para una serie de conciertos cuyo
basamento es la reflexión como forma de encuentro, de empatía, de
solidaridad. Porque al fin de cuentas qué es un concierto sino la sustantivación
de un acto. El verbo nominalizado. Concertar
es ajustar, componer, acordar, poner en
orden. Y en este caso un intento de mejorar o aminorar, por la vía de lo
sublime, lo que el lado oscuro de nuestra humanidad pone en discordancia o,
lisa y llanamente, en discordia.