El arte pictórico, al menos desde
la antigüedad hasta la época de la pintura de caballete, consiste en una
representación sobre un plano. Si alguna idea de movimiento transmite esa representación es la
que ha sabido sugerir el pintor a través del dibujo o por medio de la
ductilidad con que ha empleado los colores. El plano en sí se mantiene
estático. El cine, creado hacia fines del siglo XIX y perfeccionado a
principios del XX, muestra cuadros en movimiento. Si bien esta explicación
resulta obvia, la juzgo necesaria como introducción al análisis de los ejemplos
fílmicos que en los últimos tiempos han
estado en cartel (Renoir, del francés
Gilles Bourdos, y antes, El molino y la
cruz del polaco Lech Majeswski, a
la que más adelante dedicaré una página). En ambos casos el cine se aproxima a
la materia y al espíritu de la pintura.
Renoir, en lo que respecta a su anécdota, es un ejemplo de
vinculación entre esos dos tipos de expresión artística: Jean, el hijo del
reconocido pintor, descubre su vocación
por el séptimo arte gracias a la influencia de Andreé, la última de las modelos
de su padre. Con el tiempo se transformará en director de culto (La fille de
l’eau, Nana).
La película recrea la atmósfera
del Impresionismo, su atracción por el aire libre, la luz, los escenarios bucólicos
y el movimiento. Los artistas que integraron esta tendencia se rebelaron contra
la Academia
y el arte oficial de los salones. Formaron distintos grupos, con matices y
abordajes diversos. También evitaron, en gran medida, la confrontación con la sociedad y la
naturaleza que caracterizó al romanticismo. Y, si bien no se desprendieron del
realismo, pusieron el acento más en la impresión, que es relativa y fluyente. La
palabra impresionismo surgió de una ocurrencia periodística, resultando luego
atractiva para designar un sistema de pintura en que la pincelada es visible y
espontánea, lo representado parece responder más a un impulso momentáneo que a
la premeditación, como si se tratara de un acto instintivo, y la imagen demuestra notable poder de síntesis.
Pierre Auguste Renoir nació en
Limoges-Francia, en 1841. Allí se inició en el arte de decorar porcelanas. Luego,
su familia se trasladó a París, donde conoció a Monet y Pissarro. Expuso junto
a ellos en los salones de 1864 y 1865 y, en 1874, expuso junto a una treintena de impresionistas en los salones
del fotógrafo Nadar, con el título de Compañía
Limitada de Pintores, Escultores y Grabadores. Tuvo un fuerte influjo de
Corot y adoptó y amplió los grandes descubrimientos del color de Delacroix. En
1882 visitó Italia y se puso en contacto
con la pintura renacentista. Su gusto por
la combinación de figuras y paisajes lo aproximan al Veronés y a Rubens. La
influencia de este último es evidente en el encanto que el cuerpo, el desnudo femenino cobra en su creación.
El film de Bourdos nos muestra a
un Renoir anciano, sufriente e impedido por los estragos de la gota. Sin
embargo, su frase: “El dolor pasa, la belleza permanece” resplandece en cada
una de las secuencias, en la luminosidad que, filtrada a través del follaje,
estalla en matices y coloridos contrastes, en la cámara que refleja las escenas
familiares y se detiene con embelesamiento ante las poses sensuales de su
modelo y también en cada instante expresivo de su vivacidad, de su ardor juvenil.
La cámara recorre de manera pictórica la naturaleza muerta de una mesa de
cocina donde se entremezclan pescados y hortalizas, pero no deja de estar atenta a las
manos laboriosas que se afanan en los preparados culinarios. El dolor es
mostrado en todas sus facetas, no para regodearse en él sino para contraponerlo
a la firme voluntad del creador que no se deja vencer y que ama profundamente
la vida.
La caracterización de Michel
Bouquet (Renoir) es impecable y también lo son las actuaciones de Vincent
Rottiers (Jean) y Christa Theret (Andreé). Hay planos donde se advierte la carga emocional, el vívido sentimiento que
subyace en cada uno de los gestos.
Vibrantes las escenas de
desplazamiento a través de un paisaje de gran belleza y profusión. El verdor de
los campos, el deslizamiento rumoroso de
un río, el oleaje marino conforman una ambientación que responde en todo a los
cuadros de situación elegidos por los impresionistas. Hay que acotar que estos
traslados también encarnan una premisa esencial de los pintores que confluyeron
en esa estética: el alejamiento del atelier y la búsqueda del escenario
natural.
Renoir es una película que despierta placer y alegría. El placer y la
alegría con que un genio de la pintura nos plantea que el goce es “dejarse
llevar como un corcho en la corriente”, sin pesadumbre ante las desventuras que
la vida misma impone, con el deseo en pie.
Bourdos contrapone el invierno de
una vida al renacimiento primaveral y a la pasión renovada. Todo en su obra
destila esa espontaneidad, ese hipnótico parpadeo con que la luz impresiona
nuestras retinas. Y con ello recrea cinematográficamente un estilo que toma
prestado de la pintura. Detiene el movimiento de la tira de celuloide, acondiciona el fotograma en momentos precisos,
acomoda su pulso hasta reencontrar el trazo de una época y de un estilo.
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