Dos películas que me han impactado en las últimas semanas: la argentina
El elefante blanco, dirigida por
Pablo Trapero y la coproducción de Finlandia, Francia y Noruega: El puerto (Le Havre) de Aki Kaurismäki.
Dos ejemplos bien diferentes de cine social. Ambas reflejan el comportamiento de sectores de población en
conflicto. En la primera, podemos ver, de manera descarnada, la vida dentro de
una villa de emergencia, los peligros a los que
están expuestos los habitantes de esas precarias barriadas, su condición
de aislamiento, en fin, el casi imposible horizonte de redención. En la
segunda, la problemática se centra en la
condición de los fugitivos y las penurias que sufren a la hora de su inserción
en espacios y culturas ajenos. Si bien las dos películas exponen problemas que podrían
considerarse de actualidad, sería
difícil atribuirlos a una sola causa o a
un momento preciso. Su razón de ser viene de lejos. En realidad, ambas ponen al descubierto las
fallas de una trama social que en apariencia se humaniza y pretende ser más
inclusiva, pero en lo sustancial continúa empantanada en los viejos fraudes,
los viejos prejuicios, las viejas desigualdades e iniquidades.
El elefante blanco es un film que sacude al espectador con imágenes
de un realismo crudo, despiadado. Una visión, casi diría sangrante, de sectores
sociales abandonados a una deriva siniestra. El puerto refleja de un modo más candoroso, con un optimismo enternecedor, el drama de los que
buscan refugio en los países “civilizados” que, contradictoriamente, son los que los han colonizado
y diezmado.
A pesar de la visión crítica que
ambas plantean, hay en la sociedad algo
rescatable. La ímproba tarea de un grupo de hombres y mujeres: sacerdotes,
asistentes sociales o simples ciudadanos
que se comprometen con una lucha ardua, no con un afán mesiánico, sino de
comprensión y solidaridad con sus prójimos, cobra protagonismo en la película
argentina. El acompañamiento fraternal y
el entendimiento del “diferente”,
encarnado en un bohemio lustrabotas destaca, en cambio, cómo desde la singularidad se puede convocar
y hacer cundir el ejemplo, en el caso del film de Kaurismäki.
El título El elefante blanco hace
referencia a un edificio en ruinas ubicado en la zona de Villa Lugano. La
construcción, concebida en un principio para ser el hospital más grande de
Sudamérica surgió de una iniciativa del diputado socialista Alfredo Palacios.
El Congreso Nacional aprobó el subsidio
para iniciar su construcción en 1938. Pero, al poco tiempo se paralizó la obra.
Perón retomó la iniciativa durante sus dos primeras presidencias. Pero hoy, de
ese grandioso proyecto solo queda la inacabada estructura de catorce pisos. En
uno de sus módulos viven más de cien familias en estado de precariedad extrema.
Si bien el edificio linda con la villa quince, la acción de la película no
transcurre en su interior. Las escenas fueron filmadas en distintos
asentamientos y muestran de modo
testimonial el movimiento interno, terrible y estremecedor, de los mismos. El título simboliza la
gigantesca sinrazón del desamparo y, contrariamente al color de la edificación,
la negrura, la oscuridad que encierra todo emprendimiento que por negligencia o
desinterés cívico termina en la convivencia con la marginalidad o la muerte. Hay una manifiesta actitud de denuncia en el
film de Trapero.
El puerto, en cambio, está lejos de la denuncia o la toma de
posición ideológica. Un colorido casi festivo pinta las calles de ese puerto de
la Normandía
adonde resuenan melodías que nos conmueven,
y hasta se escucha un tango. El trágico arribo de los refugiados
africanos o su marginal supervivencia no son motivo de admoniciones. Están.
Son. Como están y son los “civilizados” europeos que se sienten invadidos por
una miseria que no querrían ver. Hasta el inspector de policía se torna
simpático y comprensivo. Porque las tintas no están puestas, en este film en la frustración moral de una sociedad,
sino en el desajuste ético- emocional que,
en los individuos, provocan los vaivenes
de la Historia.
Las dos películas destacan el
valor de
esa fuerza humanitaria, aislada y casi invisible, con la que el
compromiso ético trata de regular al engranaje social.
No hay comentarios:
Publicar un comentario